La oscuridad es el camino


Recuerdo el día en el que mi abuela murió. Una carta escrita de su puño y letra sería el único obsequio que conservaría de ella; al menos de forma terrenal. Conseguí leer las líneas entre lágrimas y sollozos, memoricé cada trazo y palabra, pero nunca llegué a entender a qué se refería.

Hasta hoy.

Crecer entre dos mundos rodeada de limitaciones desarrolló un miedo a lo prohibido y una atracción hacia lo imposible. Una dualidad convive dentro de mí desde que descubrí que provengo de un linaje con una gran sensibilidad. Mi madre siempre trató de ocultarlo para protegerme; en cambio, mi abuela, decía que el desconocimiento es el peor enemigo, no los que ya partieron al otro lado. Creo que tiene razón. Lo oculto te persuade. Con una voz seductora te atrae hasta que caes rendida a sus pies y ya no tienes escapatoria.

Fui seducida por lo que, con tanto empeño, trataron de alejarme. A escondidas empecé a interesarme por lo aparentemente invisible. La clase de fantasmagoría se convirtió en mi favorita. Cada lección quedó grabada en mi memoria, y cuando la voz me susurraba que no era conocimiento suficiente para todo lo que podía mostrarme, la biblioteca se convirtió en mi lugar seguro. Durante años pasé leyendo ejemplares de espiritismo y metapsíquica. Me adentré en un universo que me producía fascinación, y a su vez, la carga de un miedo que no me correspondía. 

Enfrentarme al miedo es el motivo por el que estoy aquí. Había llegado a mis oídos la celebración de una fiesta justo el día en el que el velo que separa a los vivos de los muertos se hace más fino. La línea se desdibuja tanto que ambos coexisten con más facilidad. Se rumoreaba que alguien llevaría una güija y yo quería comprobar, más allá de los libros que había leído, lo que se sentía al presenciar una.

Un torbellino de emociones me atrapó al cruzar el umbral. Estaba nerviosa por saltarme varias normas: la de la Academia de magia Cloakblue y la de mi propia madre. Silencié todos los pensamientos que trataban de alejarme del lugar y seguí a esa voz que tanto lleva conmigo. Confié en ella y una nueva emoción se apoderó de mí. La adrenalina se hizo dueña de mi cuerpo al ver el tablero con mis propios ojos. La excitación y la sensación de peligro luchaban por tener protagonismo. La primera quería poner la mano en el máster; la segunda, actuar con cautela.

El destino, junto con la valentía de otros alumnos, hicieron que me quedara fuera del juego. Deseaba participar de alguna manera, así que cogí una tiza y propuse que yo apuntaría las letras que salieran en la pizarra. Había leído que algunos espíritus se comunican con tanta intensidad que, si no se anotan los mensajes, puedes perderte entre las letras.

La sesión empezó y no se asemejó en nada a lo que decían los autores que leí. Estos explicaban que había que iniciar la conversación con respeto, como si de una persona viva se tratara. Sin embargo, ante mí solo había unos jóvenes que se burlaban y no se tomaban en serio la tarea. Risas, unas preguntas que bajo ningún concepto debieron haberse hecho y algunos gestos que estaban fuera de lugar, fue lo último que presencié.

De pronto, dejé de ser yo.

Cuando recobré la consciencia, vi la mirada desencajada de todos los asistentes. No entendía qué estaba pasando, hasta que unos alternaban la vista entre mi mano y la pizarra. La frase «Si la cordura quieres conservar, mira hacia dentro y lo descubrirás» acompañaba a un pequeño dibujo de dos cruces unidas por varias líneas quebradas. Los restos de tiza en mi mano y la sorpresa de mis compañeros delataban quien había sido la autora de aquel acto: yo misma. Desconozco el tiempo que estuve en trance. Pudo haber pasado horas, minutos o segundos, pero a juzgar por el dolor intenso que tenía en el brazo, diría que lo último. Es la misma molestia que sientes cuando estás en clase de Rituales III y coges tan rápido los apuntes que acabas con esa parte dolorida.

Unos gritos me hacen volver a la realidad. Mi mente regresa del viaje al pasado y las imágenes de mi abuela, mi madre y de cómo empezó esta noche, se desvanecen entre el caos que se ha desatado. Isabella, una compañera mía de último curso, está poseída por un espíritu. Y por la manera en la que jura venganza, las próximas horas no auguran nada bueno. Todo ocurre tan deprisa que ni siquiera me da tiempo a apreciar el aspecto del ente cuando sale de su cuerpo y corre hacia el pasillo.

Se respira desconcierto en la sala. Los más incrédulos intentan sosegar a aquellos que siguen alterados, mientras que los más veteranos toman las riendas de la situación. La Academia no puede enterarse de lo que ha sucedido hoy entre estas paredes, y si ese espíritu campa a sus anchas, delatará que hemos incumplido una de sus normas. De llegar a ese extremo, nos espera un castigo. En un intento desesperado por arreglar la situación, un chico toma la iniciativa y traza un plan. A las doce de la noche debemos reunirnos en la entrada del edificio. Nadie puede faltar. Hasta entonces, todos debemos encontrar la manera de ahuyentar al fantasma.

Escucho risas nerviosas preguntar sobre el cometido. «¡Solo somos estudiantes!», «¿Cómo pretendes que hagamos eso?», dicen algunos desesperados por lo que están viviendo. El cabecilla da un breve discurso para animar a los más desesperanzados, y, al terminar, da el pistoletazo de salida. Desde estos instantes, comienza la cuenta atrás. Una soga invisible se extiende alrededor de mi cuello, y cada minuto que pasa, la cuerda me aprieta más. Me obligo a recuperar la serenidad que tanto me caracteriza. No puedo dejar que las emociones manejen mi vida ni el futuro del resto de los que están aquí.

Volteo hacia la pizarra y contemplo el mensaje. Parece que la entidad ha tratado de burlarse con un acertijo. No hace falta que reflexione sobre el fenómeno, porque sé, con total seguridad, que se trata de escritura automática. Muchos estudiosos han reportado sesiones en las que una persona toma un lápiz, y sin ser conocedora de lo que ocurre, escribe frases o páginas con una rapidez inaudita. La grafía es distinta, las frases suceden sin interrupción y la protagonista no sabe lo que hace. Ocurre como si su personalidad desapareciera para ser reemplazada por otra que le toma la mano para escribir. No obstante, no todos están de acuerdo en la intervención del espíritu. Después de haber presenciado la posesión de Isabella y el estado alterado que te deja, me decanto por la segunda teoría que explica este acontecimiento: la criptestesia.

Adentrándome a través del trance en las profundidades de mi subconsciente, he podido percibir por medios diferentes a los sentidos normales lo que el fallecido ha querido comunicar. Esa teoría me sugiere la manera en la que debo solucionar el problema. Haré uso de mis sentidos ocultos para encontrar al espíritu y enfrentarme a él.

Emprendo el camino hacia ninguna parte en concreto. Los ojos están cerrados, me abstraigo del entorno tapando los oídos con las manos y me dejo guiar por las sensaciones. Contra más me aíslo de todo lo que me rodea, más seguridad siento. Privada de la vista, reflexiono sobre las personas que no ven pero son las que más información obtienen. Puede que todos tengamos un sexto sentido, una habilidad oculta que solo se intensifica cuando los cinco principales pasan a un segundo plano.

Guiada por lo que supongo que es el instinto, me paro frente a la puerta de una de las aulas. Un cartel indica que estoy en la clase donde se imparte la materia de Control Mental, una de las asignaturas más relevantes de primer curso. En ella se enseña que, para conjurar rituales y hechizos, debes dominar primero tu propia mente. Esa lección también es aplicable al espiritismo. Las médiums más reputadas recalcan que para salir airoso de cualquier espíritu, lo importante es controlar tu mente. Si lo consigues, ninguno podrá dominarte.

Entro a la estancia y una falsa calma reina dentro. Las lámparas de aceite están apagadas, los pupitres vacíos, las ventanas traspasan el leve reflejo de la luna, pero una llama dentro de mí me indica que este es el lugar. Nunca antes había experimentado lo que era la intuición. Sientes una chispa encenderse dentro de ti, y a más atención prestas, más crece. Poco a poco va aumentando hasta formar una llama que arde en tus entrañas.

Ese fuego interno es lo que creo que unos llaman intuición. Es como una hoguera que, cuando vas en la dirección adecuada, la fogata alcanza unas dimensiones inimaginables. Transmite tanta calidez que no dudas de que ese es el camino a seguir. En cambio, cuando vas en sentido contrario, la llama empieza a menguar hasta el punto de sentir frío y oscuridad.

Me dirijo al centro y vuelvo a cerrar los ojos. Pienso en todas las lecciones que he aprendido gracias a los libros. Hago un repaso mental de las técnicas que conozco para captar información y hago un esfuerzo para convencerme de que puedo hacerlo. El primer paso para lograrlo es confiar en mí misma. Sin confianza, las capacidades merman y la chispa se apaga.

«Puedo hacerlo», me repito una y otra vez. Corre por mis venas la misma sangre que mis antepasadas. Si ellas lo hacían, yo también. Pienso en mi abuela, en lo orgullosa que estaría. En cada una de las mujeres de mi familia que tuvieron la misma capacidad y que, ahora, tengo la oportunidad de honrar.

Me concentro en mi interior. Visualizo la llamarada que tengo dentro. Cuanto más lo hago, más incrementa su tamaño. Intento mantener su magnitud cuando una voz desvía mis sentidos hacia ella.

—Así que puedes percibirme, aunque no me muestre.

—Eso parece.

—Como me temía —responde la voz y pongo todos mis esfuerzos en mantener la tranquilidad—. Tampoco pareces tener miedo.

—Porque no te temo.

—¿Estás segura de lo que dices?

El tintineo que provoca el metal de la lámpara de aceite hace que abra los ojos de inmediato. Las sillas repiquetean la madera del suelo, los libros de la estantería se agitan unos con otros y una tiza sale despedida hacia donde me encuentro. Una ventana se abre de golpe y el frío atraviesa los límites de la propiedad e impacta directamente en mi cuerpo.

—¿Eso es todo lo que sabes hacer?

—Sé hacer mucho más que eso. —De pronto, siento que una ráfaga helada me rodea y se para a centímetros de mí. Un chico, de unos veintisiete años, se muestra ante mis ojos—. Puedo poseerte de maneras que nunca llegarías a imaginar.

Sonrío por el atrevimiento y eso le hace arquear una ceja. Lejos de originar terror, el joven que tengo delante causa atracción. Es llamativo, y si no tuviera esos modales, también sería interesante.

—Resulta bastante irónico que hables de poseer justamente en el aula de Control Mental.

Sus ojos pasan de la incredulidad a la rabia en milésimas de segundos. Como si estuviera tratando de invocar un huracán, el aula comienza a temblar. Lo de antes no es nada comparable con los fenómenos que está produciendo ahora. Algunos pupitres caen rendidos al suelo, las puertas de los armarios se abren y cierran sin descanso y el cuadro de uno de los fundadores de la Academia se desploma con tanta fuerza que su moldura se hace añicos.

El retrato deja al descubierto el secreto que ocultaba. En el lugar donde estaba colgado, la palabra «Él» adorna la pared. Dirijo la vista de nuevo a la persona que está provocando todo esto y rememoro el legado de mi abuela.

«La mejor arma que poseemos son los ojos. Si observas más allá de las apariencias, un mundo de posibilidades se abre ante ti. Cada detalle, gesto o palabra que puedas percibir, te convierte en alguien peligroso capaz de combatir casi cualquier adversidad. Si además sabes guardar silencio, serás imbatible. Toma este consejo y te creerán una ingenua; pero no decaigas, querida, eso te colocará en una posición privilegiada».

Siguiendo el consejo que una vez me escribió en su carta, alzo la cabeza y recorro la habitación en círculos. Doy pasos lentos pero seguros. Con cada movimiento observo lo que me rodea. Mis pasos se convierten en mis cómplices, marcando el ritmo de los detalles que estoy percibiendo. Y rodeando al espíritu que ha atemorizado a la institución, comprendo qué quería decir mi difunta abuela. A veces no es necesario utilizar la magia o la intuición porque las respuestas se hallan ante ti; solo hay que saber interpretarlas.

En ocasiones, únicamente basta con contemplar a quién tenemos delante y ver más allá de su mirada. Sus gestos, sus palabras, e incluso la ausencia de las mismas, revelan más información que cualquier otro método. Atesorarla y usarla en el momento indicado es lo que te hará ganar la batalla. Por eso guardo silencio y deposito lo que voy descubriendo en uno de los rincones más profundos de mi mente. En un lugar tan inaccesible que ningún espíritu puede acceder a él, porque mi voluntad protege mis pensamientos de cualquier intromisión.

Me corta el paso parándose frente a mí. Nuestros ojos se encuentran y empieza un enfrentamiento para ver quién tiene mayor poder. Sus pupilas se dilatan a cada minuto que pasa, veo la ira reflejada en ellas, y le hago creer que va ganando. Cuando su media sonrisa se torna en una completa, cierro los ojos y retomo el control de la situación. Hoy he sido testigo de que no me hace falta tenerlos abiertos para ver. Mis sentidos se intensifican en el momento en que sucumbo a la oscuridad y por eso me entrego a ella.

Una emoción que no me pertenece se apodera de mí. Estoy sintiendo todo el dolor y la rabia que el espíritu quiere desatar. Canalizo lo que estoy experimentando e intento distinguir qué le ocurrió para estar así.

—Abre los ojos —ordena sin éxito. No cedo a su imposición y sigo buscando una respuesta—. ¡ÁBRELOS, HE DICHO!

Claudico y veo a un hombre desesperado. Detrás de esa fachada de chico irónico, vengativo y arrogante, se esconde alguien roto que nunca admitirá que este no es el camino a seguir. No si nadie se atreve a plantarle cara y enseñarle que hay otras alternativas.

—¿A qué le temes? —Mi tono sereno causa el efecto contrario en él.

—¿Te crees muy lista, verdad?

Está tan cerca que si su corazón aún latiera, apreciaría su aliento sobre mi piel. Noto su frío atravesarme y helar cada rincón de mi cuerpo. Se extiende a tal velocidad como una epidemia que arrasa mortalmente. Pero lo que de verdad consigue congelar mi corazón es su frialdad a la hora de actuar. El suyo está tan lastimado que no parece sentir ningún tipo de remordimiento al hacer daño a otra persona.

—No lo creo, lo soy. Pero la inteligencia no es mi única virtud.

—Inteligencia… —Ríe con sarcasmo—. ¿Te parece inteligente agotar todos tus esfuerzos en una causa perdida?

El viento silba tan fuerte que por un momento llama nuestra atención y desviamos la vista hacia la ventana. Es ahí cuando me doy cuenta del verdadero significado de sus palabras. Él es la causa perdida, y si una persona no tiene nada más que perder, la venganza es lo único que compensa el dolor que padece.

—Dime, ¿merece la pena? ¿Compensa albergar un dolor tan inmenso que nubla tu propio juicio?

—No sabes de lo que hablas.

Se aleja de mí y me da la espalda. No hace falta que centre mi atención en la llama interna para saber que ha bajado la guardia. Noto desde aquí cómo sus emociones luchan entre sí. Por un lado, la venganza quiere reclamar lo que es justo; por otro, la humanidad que aún le queda apela una segunda oportunidad.

—¿Te has parado a pensar que soy la única que pretende hablar sin darte caza? Todos los alumnos que saben de tu existencia están ahora mismo buscando maneras de atraparte. Si de verdad eres tan perspicaz como aparentas, entenderás que destrozar la Academia no es una buena idea. Y, por supuesto, enfrentarse a varios estudiantes tampoco.

—¿Y cuál es tu solución? ¿No remover el pasado y que gane la impunidad? Sobreestimas tus capacidades si por un momento has pensado que podrías convencerme de algo así.

El verme tan crédula me hace entrever que no me considera un igual. Pero en algo se equivoca. Para hacer cambiar de idea no hace falta lucir mis dotes o desear los suyos, solo ser lo suficientemente persuasiva para que reconsidere su opinión. Y, en eso, el misticismo queda relegado a un segundo plano. Lo relevante es la propia persona.

Cuando una alma está atormentada, da igual el estado existencial en el que se encuentre, si viva o muerta. Lo que desea es encontrar a otra con la que compartir su dolor y sentirse comprendida, por muy injustas que sean sus acciones. Por eso tengo pleno convencimiento de que la sal, las plantas ahuyenta espíritus, los rituales o cualquier otro método mágico no serán suficientes para calmar su desasosiego. La única opción que tenemos para serenar a un espíritu inquieto es apaciguar sus emociones.

No pretendo cambiar a nadie. Por muy soñadora que me considere, sé que eso es una tarea imposible. Aun así… —Me acerco hacia él con un ritmo pausado, sin despegar la vista de sus movimientos—. Rescatar a una persona de su propia oscuridad es una labor diferente.

Sin darme tiempo a continuar, atraviesa la habitación tan rápido que su silueta se confunde con la negrura de la noche. Ya no está visible, pero intuyo que sigue aquí. No quiere que le vea, al menos no con mis propios ojos. Respeto su decisión y los mantengo abiertos. Quiero demostrarle que puede confiar en mí y que no pasaré ninguna línea que no desee que cruce.

—Antes de que huyas despavorido como si hubieras visto a un fantasma llamado Realidad, déjame decir que puedo ayudarte, si me dejas —afirmo con un convencimiento tan grande que hasta haría creer a un ateo en los milagros—. Porque te aseguro que subestimarías mis dotes si al salir por esa puerta piensas que no he sido capaz de descubrir lo que te inquieta.

Dejándome a la espera de una respuesta, la puerta del aula se cierra de golpe, provocando que mi corazón se sobresalte. Se ha ido, y con él, las dudas, el remordimiento, la sed de venganza, y, quizá, un atisbo de esperanza que le haga entrar en razón.

Camino hacia el punto de encuentro mientras pienso en lo compleja que es la vida. Como si de un arácnido se tratara, va tejiendo una telaraña con las acciones, sentimientos y emociones de los demás, e incluso las tuyas propias, y cuando estas te repercuten directa o indirectamente, te sientes presa de una trampa de la que no puedes escapar.




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